31.7.05

Dúo de amor escrito por Cole Porter para Myshkin & Nastasia


Nastasia
Strange dear, but true dear,
when I'm close to you, dear,
the stars fill the sky,
so in love with you am I.
Myshkin

Even without you,
my arms fold about you,
you know, darling, why
so in love with you am I.
Nastasia
In love with the night mysterious,
the night when you first were there.
Myshkin
In love with my joy delirious,
Nastasia & Myshkin
when I knew that you could care.
Myshkin
So taunt me,
Nastasia
and hurt me.
Myshkin
Deceive me,
Nastasia
desert me.
Nastasia & Myshkin
I'm yours, till I die...
So in love... so in love...
So in love with you, my love... am I...
In love with the night mysterious,
the night when you first were there.
In love with my joy delirious,
when I knew that you could care.
So taunt me and hurt me,
deceive me, desert me,
I'm yours, till I die...
Myshkin
So in love...
Nastasia
So in love...
Myshkin
So in love…
Nastasia
So in love…
Myshkin
So in love…
Nastasia & Myshkin
with you, my love, am I...

El gran inquisidor


Esta entrada es larga, pero vale la pena tomarse el tiempo para leerla. Este capítulo que forma parte del Libro V de Los hermanos Karamazov radicaliza el tema de Cristo bocetado en El idiota. Dostoyevski llega casi al límite de la especulación filosófica alrededor de la figura de Cristo y su probable presencia entre los hombres. Así como Myshkin fue el intento de retratar un hombre bueno, un manso de espíritu en el marco de la sociedad petersburguesa, allí donde el capital se mostraba cada vez más poderoso; esta leyenda plantea una segunda venida de Cristo (ya no tras la mascara de un epiléptico heredero de fortunas, sino en la piel real de aquel que supo morir en la cruz y dejarse retratar por Holbein...).
Aquí, entonces, El gran inquisidor summa filosófica de Fedor Dostoyevski y legado acerca de la relación entre el hombre y la divinidad:


Han pasado ya quince siglos desde que Cristo dijo: "No tardaré en volver. El día y la hora, nadie, ni el propio Hijo, las sabe". Tales fueron sus palabras al desaparecer, y la Humanidad le espera siempre con la misma fe, o acaso con fe más ardiente aún que hace quince siglos. Pero el Diablo no duerme; la duda comienza a corromper a la Humanidad, a deslizarse en la tradición de los milagros. En el Norte de Germania ha nacido una herejía terrible, que, precisamente, niega los milagros. Los fieles, sin embargo, creen con más fe en ellos. Se espera a Cristo, se quiere sufrir y morir como Él... Y he aquí que la Humanidad ha rogado tanto por espacio de tantos siglos, ha gritado tanto "¡Señor, dignaos, aparecérosnos!", que Él ha querido, en su misericordia inagotable, bajar a la tierra. Y he aquí que ha querido mostrarse, al menos un instante, a la multitud desgraciada, al pueblo sumido en el pecado, pero que le ama con amor de niño. El lugar de la acción es Sevilla; la época, la de la Inquisición, la de los cotidianos soberbios autos de fe, de terribles heresiarcas, ad majorem Dei gloriam. No se trata de la venida prometida para la consumación de los siglos, de la aparición súbita de Cristo en todo el brillo de su gloria y su divinidad, "como un relámpago que brilla del Ocaso al Oriente". No, hoy sólo ha querido hacerles a sus hijos una visita, y ha escogido el lugar y la hora en que llamean las hogueras. Ha vuelto a tomar la forma humana que revistió, hace quince siglos, por espacio de treinta años. Aparece entre las cenizas de las hogueras, donde la víspera, el cardenal gran inquisidor, en presencia del rey, los magnates, los caballeros, los altos dignatarios de la Iglesia, las más encantadoras damas de la corte, el pueblo en masa, quemó a cien herejes. Cristo avanza hacia la multitud, callado, modesto, sin tratar de llamar la atención, pero todos le reconocen. El pueblo, impelido por un irresistible impulso, se agolpa a su paso y le sigue. Él, lento, una sonrisa de piedad en los labios, continúa avanzando. El amor abrasa su alma; de sus ojos fluyen la Luz, la Ciencia, la Fuerza, en rayos ardientes, que inflaman de amor a los hombres. Él les tiende los brazos, les bendice. De Él, de sus ropas, emana una virtud curativa. Un viejo, ciego de nacimiento, sale a su encuentro y grita: "¡Señor, cúrame para que pueda verte!" Una escama se desprende de sus ojos, y ve. El pueblo derrama lágrimas de alegría y besa la tierra que Él pisa. Los niños tiran flores a sus pies y cantan Hosanna, y el pueblo exclama: "¡Es Él! ¡Tiene que ser Él! ¡No puede ser otro que Él!" Cristo se detiene en el atrio de la catedral. Se oyen lamentos; unos jóvenes llevan en hombros un pequeño ataúd blanco, abierto, en el que reposa, sobre flores, el cuerpo de una niña de diecisiete años, hija de un personaje de la ciudad. –¡Él resucitará a tu hija! –le grita el pueblo a la desconsolada madre. El sacerdote que ha salido a recibir el ataúd mira, con asombro, al desconocido y frunce el ceño. Pero la madre profiere: –¡Si eres Tú, resucita a mi hija! Y se posterna ante Él. Se detiene el cortejo, los jóvenes dejan el ataúd sobre las losas. Él lo contempla, compasivo, y de nuevo pronuncia el Talitha kumi (Levántate, muchacha). La muerta se incorpora, abre los ojos, se sonríe, mira sorprendida en torno suyo, sin soltar el ramo de rosas blancas que su madre había colocado entre sus manos. El pueblo, lleno de estupor, clama, llora. En el mismo momento en que se detiene el cortejo, aparece en la plaza el cardenal gran inquisidor. Es un viejo de noventa años, alto, erguido, de una ascética delgadez. En sus ojos hundidos fulgura una llama que los años no han apagado. Ahora no luce los aparatosos ropajes de la víspera; el magnífico traje con que asistió a la cremación de los enemigos de la Iglesia ha sido reemplazado por un tosco hábito de fraile. Sus siniestros colaboradores y los esbirros del Santo Oficio le siguen a respetuosa distancia. El cortejo fúnebre detenido, la muchedumbre agolpada ante la catedral le inquietan, y espía desde lejos. Lo ve todo: el ataúd a los pies del desconocido, la resurrección de la muerta... Sus espesas cejas blancas se fruncen, se aviva, fatídico, el brillo de sus ojos. –¡Prendedle!– les ordena a sus esbirros, señalando a Cristo. Y es tal su poder, tal la medrosa sumisión del pueblo ante él, que la multitud se aparta, al punto, silenciosa, y los esbirros prenden a Cristo y se lo llevan. Como un solo hombre, el pueblo se inclina al paso del anciano y recibe su bendición. Los esbirros conducen al preso a la cárcel del Santo Oficio y le encierran en una angosta y oscura celda. Muere el día, y una noche de luna, una noche española, cálida y con olor a limoneros y laureles, le sucede. De pronto, en las tinieblas se abre la férrea puerta del calabozo y penetra el gran inquisidor en persona solo, alumbrándose con una linterna. La puerta se cierra tras él. El anciano se detiene a pocos pasos del umbral y, sin hablar palabra, contempla, durante cerca de dos minutos, al preso. Luego, avanza lentamente, deja la linterna sobre la mesa y pregunta: –¿Eres Tú? Pero, sin esperar la respuesta prosigue: –No hables. ¿Qué vas a decirme? No tienes derecho a añadir ni una sola palabra a lo que ya dijiste. ¿Porqué has venido a molestarnos? … Bien sabes que tu venida es inoportuna. Mas yo te aseguro que mañana mismo... No quiero saber si eres Él o sólo su apariencia; sea quien seas, mañana te condenaré; perecerás en la hoguera como el peor de los herejes. Verás cómo ese mismo pueblo que esta tarde te besaba los pies, se apresura, a una señal mía, a echar leña al fuego. Quizá nada de esto te sorprenda... Y el anciano, mudo y pensativo sigue mirando al preso, acechando la expresión de su rostro, serena y suave. –El Espíritu terrible e inteligente – añade, tras una larga pausa –, el Espíritu de la negación y de la nada, te habló en el desierto, y las Escrituras atestiguan que te tentó. No puede concebirse nada más profundo que lo que se te dijo en aquellas tres preguntas o, para emplear el lenguaje de la Escritura, en aquellas tres tentaciones. ¡Si ha habido algún milagro auténtico, evidente, ha sido el de las tres tentaciones! ¡El hecho de que tales preguntas hayan podido brotar de unos labios es de por sí un milagro! Supongamos que hubieran sido borradas del libro, que hubiera que inventarlas, forjarlas de nuevo. Supongamos que, con ese objeto, se reuniesen todos los sabios de la tierra, los hombres de Estado, los príncipes de la Iglesia, los filósofos, los poetas, y que se les dijese: "Inventad tres preguntas que no sólo correspondan a la grandeza del momento, sino que contengan, en su triple interrogación, toda la historia de la Humanidad futura", ¿crees que esa asamblea de grandes inteligencias podría forjar algo tan alto, tan formidable como las tres preguntas del inteligente y poderoso Espíritu? Esas tres preguntas, por sí solas, demuestran que quien te habló aquel día no era un espíritu humano sino el Espíritu Eterno, Absoluto. Toda la historia ulterior de la Humanidad está predicha y condensada en ellas; son las tres formas en que se concretan todas las contradicciones de la historia de nuestra especie. Esto, entonces, aún no era evidente, el porvenir era aún desconocido; pero han pasado quince siglos y vemos que todo estaba previsto en la Triple Interrogación, que es nuestra historia. ¿Quién tenía razón? ¿Tú o quien te interrogó?... Si no el texto, el sentido de la primera pregunta es el siguiente: "Quieres presentarte al mundo con las manos vacías, anunciándoles a los hombres una libertad que su tontería y su maldad naturales no lo permiten comprender, una liberad espantosa, ¡pues para el hombre y para la sociedad no ha habido nunca nada tan espantoso como la libertad!, cuando, si convirtieses en panes todas esas piedras peladas esparcidas ante tu vista, verías a la Humanidad correr, en pos de ti, como un rebaño, agradecida, sumisa, temerosa tan sólo de que tu mano depusiera su ademán taumatúrgico y los panes se tornasen piedras." Pero tú no quisiste privar al hombre de su libertad y repeliste la tentación; te horrorizaba la idea de comprar con panes la obediencia de la Humanidad, y contestaste que "no solo de pan vive el hombre", sin saber que el espíritu de la tierra, reclamando el pan de la tierra, había de alzarse contra ti, combatirte y vencerte, y que todos le seguirían, gritando: "¡Nos ha dado el fuego del cielo!" Pasarán siglos y la Humanidad proclamará, por boca de sus sabios, que no hay crímenes y, por consiguiente, no hay pecado; que solo hay hambrientos. "Dáles pan si quieres que sean virtuosos." Esa será la divisa de los que se alzarán contra ti, el lema que inscribirán en su bandera; y tu templo será derribado y, en su lugar, se erigirá una nueva Torre de Babel, no más firme que la primera, el esfuerzo de cuya erección y mil años de sufrimientos podías haberles ahorrado a los hombres. Pues volverán a nosotros, al cabo de mil años de trabajo y dolor, y nos buscarán en los subterráneos, en las catacumbas donde estaremos escondidos – huyendo aún de la persecución, del martirio –, para gritarnos: "¡Pan! ¡Los que nos habían prometido el fuego del cielo no nos lo han dado!" Y nosotros acabaremos su Babel, dándoles pan, lo único de que tendrán necesidad. Y se lo daremos en tu nombre. Sabemos mentir. Sin nosotros, se morirían de hambre. Su ciencia no les mantendría. Mientras gocen de libertad les faltará el pan; pero acabarán por poner su libertad a nuestros pies, clamando: "¡Cadenas y pan!" Comprenderán que la libertad no es compatible con una justa repartición del pan terrestre entre todos los hombres, dado que nunca – ¡nunca! – sabrán repartírselo. Se convencerán también de que son indignos de la libertad; débiles, viciosos, necios, indómitos. Tú les prometiste el pan del cielo. ¿Crees que puede ofrecerse ese pan, en vez del de la tierra, siendo la raza humana lo vil, lo incorregiblemente vil que es? Con tu pan del cielo podrás atraer y seducir a miles de almas, a docenas de miles, pero ¿y los millones y las decenas de millones no bastante fuertes para preferir el pan del cielo al pan de la tierra? ¿Acaso eres tan sólo el Dios de los grandes? Los demás, esos granos de arena del mar; los demás, que son débiles, pero que te aman, ¿no son a tus ojos sino viles instrumentos en manos de los grandes?... Nosotros amamos a esos pobres seres, que acabarán, a pesar de su condición viciosa y rebelde, por dejarse dominar. Nos admirarán, seremos sus dioses, una vez sobre nuestros hombros la carga de su libertad, una vez que hayamos aceptado el cetro que – ¡tanto será el miedo que la libertad acabará por inspirarles! – nos ofrecerán. Y reinaremos en tu nombre, sin dejarte acercar a nosotros. Esta impostura, esta necesaria mentira, constituirá nuestra cruz. Como ves, la primera de las tres preguntas encerraba el secreto del mundo. ¡Y tú la desdeñaste! Ponías la libertad por encima de todo, cuando, si hubieras consentido en tornar panes las piedras del desierto, hubieras satisfecho el eterno y unánime deseo de la Humanidad; le hubieras dado un amo. El más vivo afán del hombre libre es encontrar un ser ante quien inclinarse. Pero quiere inclinarse ante una fuerza incontestable, que pueda reunir a todos los hombres en una comunión de respeto; quiere que el objeto de su culto lo sea de un culto universal; quiere una religión común. Y esa necesidad de la comunidad en la adoración es, desde el principio de los siglos, el mayor tormento individual y colectivo del género humano. Por realizar esa quimera, los hombres se exterminan. Cada pueblo se ha creado un dios y le ha dicho a su vecino: "¡Adora a mi dios o te mato!" Y así ocurrirá hasta el fin del mundo; los dioses podrán desaparecer de la tierra, mas la Humanidad hará de nuevo por los ídolos lo que ha hecho por los dioses. Tú no ignorabas ese secreto fundamental de la naturaleza humana y, no obstante, rechazaste la única bandera que te hubiera asegurado la sumisión de todos los hombres: la bandera del pan terrestre; la rechazaste en nombre del pan celestial y de la libertad, y en nombre de la libertad seguiste obrando hasta tu muerte. No hay, te repito, un afán más vivo en el hombre que encontrar en quien delegar la libertad de que nace dotada tan miserable criatura. Sin embargo, para obtener la ofrenda de la libertad de los hombres, hay que darles la paz de la conciencia. El hombre se hubiera inclinado ante ti si le hubieras dado pan, porque el pan es una cosa incontestable; pero si, al mismo tiempo, otro se hubiera adueñado de la conciencia humana, el hombre hubiera dejado tu pan para seguirle. En eso, tenías razón; el secreto de la existencia humana consiste en la razón, en el motivo de la vida. Si el hombre no acierta a explicarse por qué debe vivir preferirá morir a continuar esta existencia sin objeto conocido, aunque disponga de una inmensa provisión de pan. Pero ¿de qué te sirvió el conocer esa verdad? En vez de coartar la libertad humana, le quitaste diques, olvidando, sin duda, que a la libertad de elegir entre el bien y el mal el hombre prefiere la paz, aunque sea la de la muerte. Nada tan caro para el hombre como el libre albedrío, y nada, también, que le haga sufrir tanto. Y, en vez de formar tu doctrina de principios sólidos que pudieran pacificar definitivamente la conciencia humana, la formaste de cuanto hay de extraordinario, vago, conjetural, de cuanto traspasa los límites de las fuerzas del hombre, a quien, ¡tú que diste la vida por él!, se diría que no amabas. Al quitarle diques a su libertad, introdujiste en el alma humana nuevos elementos de dolor. Querías ser amado con un amor libre. Abolida la dura ley antigua, el hombre debía, sin trabas, sin más guía que tu ejemplo, elegir entre el bien y el mal. El hombre gritaría: "Si Él hubiera poseído la verdad, no hubiera dejado a sus hijos sumidos en una perplejidad tan horrible, envueltos en tales tinieblas?" Tú mismo preparaste tu ruina: no culpes a nadie. Si hubieras escuchado lo que se te proponía... Hay sobre la tierra tres únicas fuerzas capaces de someter para siempre la conciencia de esos seres débiles e indómitos – haciéndoles felices – : el milagro, el misterio y la autoridad. Y tú no quisiste valerte de ninguna. El Espíritu terrible te llevó a la almena del templo y te dijo: "¿Quieres saber si eres el Hijo de Dios? Déjate caer abajo, porque escrito está que los ángeles tomarte han en las manos." Tú rechazaste la proposición, no te dejaste caer. Demostraste con ello el sublime orgullo de un dios; ¡pero los hombres, esos seres débiles, impotentes, no son dioses! Sabías que, sólo con intentar precipitarte, hubieras perdido la fe en tu Padre, y el gran Tentador hubiera visto, regocijadísimo, estrellarse tu cuerpo en la tierra que habías venido a salvar. Mas, dime, ¿hay muchos seres semejantes a ti? ¿Pudiste pensar un solo instante que los hombres serían capaces de comprender tu resistencia a aquella tentación? La naturaleza humana no es bastante fuerte para prescindir del milagro y contentarse con la libre elección del corazón, en esos instantes terribles en que las preguntas vitales exigen una respuesta. Sabías que tu heroico silencio sería perpetuado en los libros y resonaría en lo más remoto de los tiempos, en los más apartados rincones del mundo. Y esperabas que el hombre te imitaría y prescindiría de los milagros, como un dios, siendo así que, en su necesidad de milagros, los inventa y se inclina ante los prodigios de los magos y los encantamientos de los hechiceros, aunque sea hereje o ateo. Cuando te dijeron, por mofa: "¡Baja de la cruz y creeremos en ti!", no bajaste. Entonces, tampoco quisiste someter al hombre con el milagro, porque lo que deseaba de él era una creencia libre, no violentada por el prestigio de lo maravilloso; un amor espontáneo, no los transportes serviles de un esclavo aterrorizado. En esta ocasión, como en todas, obraste inspirándote en una idea del hombre demasiado elevada: ¡es esclavo, aunque haya sido creado rebelde! Han pasado quince siglos: ve y juzga. ¿A quién has elevado hasta ti? El hombre, créeme, es más débil y más vil de lo que tú pensabas. ¿Puede, acaso, hacer lo que tú hiciste? Le estimas demasiado y sientes por él demasiado poca piedad; le has exigido demasiado, tú que le amas más que a ti mismo. Debías estimarle menos y exigirle menos. Es débil y cobarde. El que hoy se subleve en todas partes contra nuestra autoridad y se enorgullezca de ello, no significa nada. Sus rebeldías son hijas de una vanidad de escolar. Los hombres son niños malcriados: se sublevan contra el profesor y lo echan del aula; pero la revuelta tendrá un final y les costará cara a los revoltosos. No importa que derriben templos o inunden la tierra con sangre: tarde o temprano, comprenderán la inutilidad de una rebelión que no son capaces de sostener. Verterán estúpidas lágrimas; pero al final, comprenderán que el que los ha creado rebeldes los ha hecho objeto de una burla y lo gritarán, desesperados. Y esta blasfemia hará crecer su miseria, pues la naturaleza humana, demasiado mezquina para soportar la blasfemia, se encarga ella misma de castigarla. La inquietud, la duda, la desgracia: he aquí el lote de los hombres por quienes diste tu sangre. Tu profeta dice que, en su visión simbólica, vio a todos los partícipes de la primera resurrección y que eran doce mil por cada generación. Su número no es corto, si se considera que supone una naturaleza más que humana el llevar tu cruz, el vivir largos años en el desierto, alimentándose de raíces y langostas; y puedes, en verdad, enorgullecerte de esos hijos de la libertad, del libre amor, estar satisfechos del voluntario y magnífico sacrificio de sí mismos, hecho en tu nombre. Pero no olvides que se trata sólo de algunos miles y, más que de hombres, de dioses. ¿Y el resto de la Humanidad? ¿Qué culpa tienen los demás, los débiles humanos, de no poseer la fuerza sobrenatural de los fuertes? ¿Qué culpa tiene el alma débil de no poder soportar el peso de algunos dones terribles? ¿Acaso viniste tan sólo por los elegidos? Si es así, lo importante no es la libertad ni el amor, sino el misterio, el impenetrable misterio. Y nosotros tenemos derecho a predicarles a los hombres que deben someterse a él sin razonar, aún contra los dictados de su conciencia. Y eso es lo que hemos hecho. Hemos corregido tu obra; la hemos basado en el "milagro", el "misterio" y la "autoridad". Y los hombres se han alegrado de verse de nuevo conducidos como un rebaño y libres, por fin, del don funesto que tantos sufrimientos les ha causado. Díme, ¿hicimos bien? ¿Se nos puede acusar de no amar a la Humanidad? ¿No somos nosotros los únicos que tenemos conciencia de su flaqueza; nosotros que, en atención a su fragilidad, la hemos autorizado hasta para pecar, con tal que nos pida permiso? ¿Por qué callas? ¿Por qué te limitas a mirarme con tus dulces y penetrantes ojos? ¡No te amo y no quiero tu amor; prefiero tu cólera! ¿Y para qué ocultarte nada? Sé a quién le hablo. Conoces lo que voy a decirte, lo leo en tus ojos... Quizá quieras oír precisamente de mi boca nuestro secreto. Escucha, entonces: no estamos contigo, estamos con Él...; nuestro secreto es ése. Hace mucho tiempo – ¡ocho siglos! – que no estamos contigo, sino con Él. Hace ocho siglos que recibimos de Él el don que tú, cuando te tentó por tercera vez mostrándote todos los reinos de la tierra, rechazaste indignado; nosotros aceptamos y, dueños de Roma y la espada de César, nos declaramos los amos del mundo. Sin embargo, nuestra conquista no ha acabado aún, está todavía en su etapa inicial, falta mucho para verla concluída; la tierra ha de sufrir aún durante mucho tiempo; pero nosotros conseguiremos nuestro objeto, seremos el César y, entonces, nos preocuparemos de la felicidad universal. Tú también pudiste haber tomado la espada de César; ¿por qué rechazaste el don? Aceptándolo, hubieras satisfecho todos los anhelos de los hombres sobre la tierra, les hubieras dado un amo, un depositario de su conciencia y, a la vez, un ser en torno a quien unirse, formando un inmenso hormiguero, ya que la necesidad de la unión universal es otro de los tres supremos tormentos de la Humanidad. La Humanidad siempre ha tendido a la unidad mundial. Cuanto más grandes y gloriosos, más sienten los pueblos ese anhelo. Los grandes conquistadores, los Tamerlan, los Genghis Kan que recorren la tierra como un huracán devastador, obedecen, de un modo inconsciente, a esa necesidad. Tomando la púrpura de César, hubieras fundado el imperio universal, que hubiera sido la paz del mundo. Pues, ¿quién debe reinar sobre los hombres sino el que es dueño de sus conciencias y tiene su pan en las manos? Tomamos la espada de César y, al hacerlo, rompimos contigo y nos unimos a Él. Aún habrá siglos de libertinaje intelectual, de pedantería y de antropofagia –los hombres, luego de erigir, sin nosotros, su Torre de Babel, se entregarán a la antropofagia–; pero la bestia acabará por arrastrarse hasta nuestros pies, los lamerá y los regará con lágrimas de sangre. Y nosotros nos sentaremos sobre la bestia y levantaremos una copa en la que se leerá la palabra "Misterio". Y entonces, sólo entonces, empezará para los hombres el reinado de la paz y de la dicha. Tú temes a tus elegidos, pero son una minoría: nosotros les daremos el reino y la calma a todos. Y aun de esa minoría, aun de entre esos "fuertes" llamados a ser de los elegidos, ¡cuántos han acabado y acabarán por cansarse de esperar, cuántos han empleado y emplearán contra tí las fuerzas de su espíritu y el ardor de su corazón en uso de la libertad de que te son deudores! Nosotros les daremos a todos la felicidad, concluiremos con las revueltas y matanzas originadas por la libertad. Los convenceremos de que no serán verdaderamente libres, sino cuando nos hayan confiado su libertad. ¿Mentiremos? ¡No! Y bien sabrán ellos que no los engañamos, cansados de las dudas y de los terrores que la libertad lleva consigo. La independencia, el libre pensamiento y la ciencia llegarán a sumirles en tales tinieblas, a espantarlos con tales prodigios, a cansarlos con tales exigencias, que los menos suaves y dóciles se suicidarán; otros, también indóciles, pero débiles y violentos, se asesinarán, y otros –los más–, rebaño de cobardes y de miserables, gritarán a nuestros pies: "¡Sí, tienen razón! Sólo ustedes poseen su secreto y volvemos a ustedes! ¡Sálvennos de nosotros mismos!" No se les ocultará que el pan –obtenido con su propio trabajo, sin milagro alguno– que reciben de nosotros se lo tomamos antes nosotros a ellos para repartírselo, y que no convertimos las piedras en panes. Pero, en verdad, más que el pan en sí, lo que les satisfará es que nosotros se lo demos. Pues verán que, si no convertimos las piedras en panes, tampoco los panes se convierten en piedras. ¡Comprenderán, finalmente, el valor de la sumisión! Y mientras no lo comprendan, padecerán. ¿Quién, dime, quién ha puesto más de su parte para que dejen de padecer? ¿Quién ha dividido el rebaño y lo ha dispersado? Las ovejas se reunirán de nuevo, el rebaño volverá a la obediencia y ya nada lo dividirá ni lo dispersará. Nosotros, entonces, les daremos a los hombres una felicidad en armonía con su débil naturaleza, una felicidad compuesta de pan y humildad. Sí, les predicaremos la humildad – no, como Tú, el orgullo. Les probaremos que son débiles niños, pero que la felicidad de los niños tiene particulares encantos. Se tornarán tímidos, no nos perderán nunca de vista y se estrecharán contra nosotros como pollitos buscando el abrigo del ala materna. Nos temerán y nos admirarán. Les enorgullecerá el pensar la energía y el genio que habremos necesitado para domar a tanto rebelde. Les asustará nuestra cólera, y sus ojos, como los de los niños y los de las mujeres, serán fuentes de lágrimas. ¡Pero con qué facilidad, a un gesto nuestro, pasarán del llanto a la risa, a la suave alegría de los niños! Les obligaremos, ¿qué duda cabe?, a trabajar; pero los organizaremos, para sus horas de ocio, una vida semejante a los juegos de los niños, mezcla de canciones, coros inocentes y danzas. Hasta les permitiremos pecar – ¡su naturaleza es tan flaca!–. Y, como les permitiremos pecar, nos amarán con un amor sencillo, infantil. Les diremos que todo pecado cometido con nuestro permiso será perdonado, y lo haremos por amor, pues, de sus pecados, el castigo será para nosotros y el placer para ellos. Y nos adorarán como a bienhechores. Nos lo dirán todo y, según su grado de obediencia, les permitiremos o les prohibiremos vivir con sus mujeres o sus amantes y les consentiremos o no les consentiremos tener hijos. Y nos obedecerán, muy contentos. Nos someterán los más penosos secretos de su conciencia, y nosotros decidiremos en todo y por todo; y ellos acatarán, alegres, nuestras sentencias, pues les ahorrarán el cruel trabajo de elegir y de determinarse libremente. Todos los millones de seres humanos serán así, felices, salvo unos cien mil, salvo nosotros, los depositarios del secreto. Porque nosotros seremos desgraciados. Los felices se contarán por miles de millones, y habrá cien mil mártires del conocimiento, exclusivo y maldito, del bien y del mal. Morirán en paz, pronunciando tu nombre, y, más allá de la tumba, sólo verán la oscuridad de la muerte. Sin embargo, nos lo callaremos; embaucaremos a los hombres, por su bien, con la promesa de una eterna recompensa en el cielo, a sabiendas de que, si hay otro mundo, no ha sido, de seguro, creado para ellos. Se vaticina que volverás, rodeado de tus elegidos, y que vencerás; tus héroes sólo podrán envanecerse de haberse salvado a sí mismos, mientras que nosotros habremos salvado al mundo entero. Se dice que la fornicadora, sentada sobre la bestia y con la "copa del misterio" en las manos, será afrentada y que los débiles se sublevarán por vez postrera, desgarrarán su púrpura y desnudarán su cuerpo impuro. Pero yo me levantaré entonces y te mostraré los miles de millones de seres felices que no han conocido el pecado. Y nosotros que, por su bien, habremos asumido el peso de sus culpas, nos alzaremos ante ti, diciendo: "¡Júzganos, si puedes y te atreves!" No te temo. Yo también he estado en el desierto; yo también me he alimentado de langostas y raíces; yo también he bendecido la libertad que les diste a los hombres y he soñado con ser del número de los fuertes. Pero he renunciado a ese sueño, he renunciado a tu locura para sumarme al grupo de los que corrigen tu obra. He dejado a los orgullosos para acudir en socorro de los humildes. Lo que te digo se realizará; nuestro imperio será un hecho. Y te repito que mañana, a una señal mía, verás a un rebaño sumiso echar leña a la hoguera donde te haré morir, por haber venido a perturbarnos. ¿Quién más digno que Tú de la hoguera? Mañana te quemaré. Dixi.
El inquisidor calla. Espera unos instantes la respuesta del preso. Aquel silencio le turba. El preso le ha oído, sin dejar de mirarle a los ojos, con una mirada fija y dulce, decidido evidentemente a no contestar nada. El anciano hubiera querido oír de sus labios una palabra, aunque hubiera sido la más amarga, la más terrible. Y he aquí que el preso se le acerca en silencio y da un beso en sus labios exangües de anciano. ¡A eso se reduce su respuesta! El anciano se estremece, sus labios tiemblan; se dirige a la puerta, la abre y dice: "¡Vete y no vuelvas nunca... nunca! Y le deja salir a las tinieblas de la ciudad.

Fedor Dostoyevski, Los hermanos Karamazov, Segunda parte, Libro V, Capítulo V

Dostoyevski.com


Pueden entrar acá y navegar sobre obra y vida del bueno de Fedor. Inglés se precisa. También hay una muy buena selección de libros para comprar, links para visitar y anécdotas célebres del más ruso de los rusos.

29.7.05

La Trinidad

Ícono de Andrei Rublev.

26.7.05

Después del ensayo


No, no es una secuela ni una precuela bergmaniana... es el título de una nueva entrada de este blog para dar cuenta del día después: el ensayo anduvo muy bien: con asistencia numerosa y variada, con vaso de vino y calefacción, con regalos para los invitados, con una luz mortecina que inauguró las noches en la nueva sala y una pasada que estuvo a la altura de las circunstancias. Lo que queríamos se logró: poder abrir el proceso de trabajo y compartirlo con la gente que quisiera ser testigo. Para nosotros tuvo el sacudón de ver en la platea a mucha gente cuando estábamos mansamente acostumbrados a nuestra cerrada intimidad. De todas formas esa presencia numerosa estuvo bien que fuera a quince días del estreno: ahora seguiremos trabajando con la certeza de cómo será tener al público ahí, cerca. El shock fue bien elaborado por los actores y este blog hoy se parece más a una crónica que otra cosa. Aquí termino esta entrada y espero poder seguir poniéndolos al tanto de lo que sigue.

23.7.05

Ensayo abierto

El próximo lunes 25 de julio a las 21 horas en El Camarín de las Musas (Mario Bravo 960) hacemos un ensayo abierto de Los Mansos.
La idea es abrir las puertas de nuestro trabajo 15 días antes de la primer función para público. Así como este blog intenta dar cuenta del proceso de creación del espectáculo; y la muestra fotográfica - en exhibición permanente en el hall del teatro - documenta el proceso de ensayos (desde las primeras lecturas del texto hasta el montaje final), el objetivo de este ensayo abierto es poder compartir con ustedes una etapa más de este proceso: el estadío previo al de las puertas abiertas...
Todo trabajo artístico es de una enorme fragilidad y la violencia que hoy en día se entabla entre el medio y el objeto artístico corroe el núcleo esencial de la creación: que no es - contrariamente a lo que se cree - "el resultado", sino lo que ese "resultado" tiene como sostén.
Ya poco importa lo que hay detrás, nada parece contar lo que sostiene un objeto artístico: hoy todo es fachada.
Creemos en el poder omnímodo de las fachadas, detrás de ellas podemos encontrar un enorme vacío (el templo evangélico de la avenida Corrrientes casi Medrano es el ejemplo radical).
Los Mansos
(como algunos otros espectáculos de esta ciudad) se sostiene por un entramado complejo en donde se anudan la reflexión sobre lo que hacemos y el constante trabajo sobre el objeto. Y es este espacio el que queremos compartir para poder dar cuenta del poder irrefutable de la arquitectura y del vacío inequívoco de la fachada.

Alejandro Tantanian

19.7.05

La Real Academia dice

idiota.

(Del lat. idiōta, y este del gr. ἰδιώτης).

1. adj. Que padece de idiocia. U. t. c. s.

2. adj. Engreído sin fundamento para ello. U. t. c. s.

3. adj. coloq. Tonto, corto de entendimiento.

4. adj. desus. Que carece de toda instrucción.


manso, sa.

(Del lat. vulg. mansus, por lat. mansuētus).

1. adj. De condición benigna y suave.

2. adj. Dicho de un animal: Que no es bravo.

3. adj. Dicho de una cosa insensible: Apacible, sosegada, tranquila. Aire manso. Corriente mansa.

4. m. En el ganado lanar, cabrío o vacuno, carnero, macho o buey que sirve de guía a los demás.

16.7.05

Ese árbol

Tarkovsky estuvo siempre cerca de Dostoyevski y por eso también está cerca de Los Mansos.

Un recuerdo y una acción para el recuerdo



Mi mamá contaba que en Rusia durante la guerra decían que para salvar al mundo había que cruzar el río con una vela encendida, de orilla a orilla.

Rogojin enciende una vela. Lentamente comienza a caminar. Protege la llama con su mano. Está cansado. Y los gestos de salvación parecen aumentar el cansancio. La vela se apaga. Rogojin retrocede, vuelve a una de las orillas. Enciende nuevamente la vela. Reinicia su caminata. Protege con su mano la luz. Del interior de la pileta crecen árboles enormes. Verdes. Tan verdes. Se oye el camino del río. Se oye al río andar. Rogojin llega a la otra orilla. La vela está encendida. La apoya en la otra orilla. Se deja caer. Se lo tragan las aguas del río. La luz de la vela ilumina la otra orilla. Silencio. Numeroso.

Fragmento de Los Mansos

13.7.05

La epilepsia y Cristo

Dostoyevski era epiléptico y concebía la literatura (y la vida (que en él son la misma y exacta cosa)) como si se tratara de un cuerpo arrasado por la epilepsia: la epilepsia es la respuesta a la belleza, es la descarga eléctrica de un cuerpo frente a las certezas y frente a lo inefable y frente a lo inabarcable. La escritura de Dostoyevski es epiléptica. La calma es sólo el espacio entre dos crisis, y esa misma calma guarda dentro suyo el dolor de la crisis pasada y el peligro de la futura. La escritura de Dostoyevski es una superficie áspera que se resiente frente al tacto y se repliega buscando el centro que está muchas veces ligado a la religión. Su religión era la de Cristo o la de la búsqueda de Cristo: en Cristo, Dostoyevski encontró el signo de la verdad irrefutable. Nada había en Cristo que lo desviase de la verdad; pero para llegar a aquella certeza Dostoyevski supo preguntarse casi todo acerca de la naturaleza de ese hombre devenido en emblema del sufrimiento. Dostoyevski supo llegar a la esencia de ese Cristo que es – también - el Cristo de Tarkovski y aquel que plasmó Rubliov en sus iconos, el que atrapó a Tolstoi en sus últimos años y el que supieron negar - como buenos discípulos - Gorki y Meyerhold: aquel Cristo que Dostoyevski descubrió en la tela de Holbein en un museo de Basilea, aquel mismo Cristo que lo llevó a escribir – sobre el exacto fin de su existencia - aquella parábola enorme y definitiva que es LA LEYENDA DEL GRAN INQUISIDOR. Aquella compañía, aquella obsesión atravesó su obra de comienzo a fin y sirvió para que sus detractores lo tildaran de reaccionario o eslavófilo (en los tiempos en donde aquellas peleas entre occidentalistas y eslavófilos llevaban a ciertos hombres a ser pasados por las armas: Dostoyevski formó parte – siendo muy joven - de un grupo de occidentalistas y su destino fue un pelotón de fusilamiento del que lo supo arrancar, sobre el momento final, un edicto perverso del zar que condonaba aquella pena intercambiándola por cuatro años de trabajos forzados en Siberia). Pero lo cierto es que aquel camino que llevó a Dostoyevski a pensar Cristo (como lo expresa un inexorable libro de Joseph Beuys) fue el motor de sus grandes creaciones, el fluido invisible que atraviesa esos cuerpos heridos y atormentados que él entrevio entre ideas y cicatrices; Cristo es en Dostoyevski la causa de la escritura y el fin último de todas sus preguntas. Sólo el dolor homologa al hombre con Cristo; todo lo demás pertenece al paraíso. Y el paraíso está – definitivamente - perdido.

Alejandro Tantanian

Dostoyevski y el teatro

Dostoyevski no eligió el teatro. Cabe preguntarse por qué. Tal vez en su época el teatro no fuera bien visto o tal vez el auge de la novela pudo haber eclipsado - en la Rusia de comienzos de siglo - el poderío de la escena: esa escena que supo después brindar los trabajos de Chejov, o los de Stanislavsky y Meyerhold, o los de Vajtangov y Gorki: el teatro se preparaba para recibir a sus nuevos apóstoles. La novela, entonces, despedía a los suyos. Dostoyevski es – tal vez – el más enorme de los apóstoles de la novela. Y es desde ese espacio que crea uno de los géneros más radicales: la novela polifónica (Bajtin dixit). Dostoyevski es a la novela lo que Shakespeare al teatro. El autor pareciera disolverse entre infinitos sujetos, su discurso se eclipsa – luminoso - en las conciencias que deambulan en sus obras: es por esto que – entre otros motivos - uno pueda sentirse tentado de ver en Dostoyevski a un autor de teatro: nada más errado: Dostoyevski no es un autor teatral: hubiera escrito teatro si hubiese creído que aquella podía ser la mejor manera de decir lo propio. Dostoyevski escribe novelas en las que hay cuerpos, cuerpos atravesados por ideas, ideas que tienen la violencia de un corazón estallado y la certeza de una herida. Las novelas de Dostoyevski son árboles de voces, son cuerpos en torsión, son almas que buscan ansiosamente la salida del laberinto. Toda esa comedia humana, todas la vertientes de pensamiento, en fin: todas aquellas ideas y todos aquellos cuerpos forman parte de una de las enciclopedias más poderosas de Occidente: Dostoyevski. En él pareciera resumirse (como en un aleph (que es otra forma de la enciclopedia)) todo el pensamiento del futuro siglo. Dostoyevski nos habla a nosotros y ese nosotros tiene el cuerpo de la humanidad presente y de la humanidad futura. Pensar en Dostoyevski como en un autor de teatro es caer en la trampa de creer que sus novelas son un entramado de anécdotas, una serie de peripecias fácilmente trasladables a la escena: no. En Dostoyevski la anécdota es un estertor, es un espacio de luz que une dos oscuridades: las oscuridades son las almas de esos cuerpos que él pone a batallar sobre la escena de sus novelas.

Alejandro Tantanian

11.7.05

Obra de Gonzalo (Martínez)

Diseño de programa (frente).

10.7.05

Lo que no se ve

El suelo procede de la interacción de dos mundos diferentes, la litosfera y la atmósfera, y biosfera. El suelo resulta de la descomposición de la roca madre, por factores climáticos y la acción de los seres vivos. Esto implica que el suelo tiene una fracción mineral y otra biológica. Es esta condición de compuesto organomineral lo que le permite ser el sustento de multitud de especies vegetales y animales.

No vemos el suelo en Los Mansos. Oculto a los ojos del espectador.

Piernas: Rogojin y Myshkin

Estas piernas, las de ellos, se ven claramente en esta foto. La posibilidad de verlas (a las piernas, claro) es ahora. Durante la representación de Los Mansos no podremos verlas: estarán hundidas, invisibles. Serán personajes sin piernas. O con piernas que no veremos. Piernas que están ocultas.

6.7.05

Der Zwerg / El enano

este lied le permite a nastasia contar un cuento y por él saben divertirse en el cumpleaños de myshkin, este lied le pone música al juego propuesto por los tres. además es el lied de schubert que más me gusta a mí. y de eso se trata este espectáculo.

Un lied de Schubert

La tarde caía sobre las olas del mar. Sobre ellas flotaba un bote y en él estaban la reina y su enano. La reina mira al cielo cuando las estrellas aparecen y les dice, llorando: “Ustedes jamás me mintieron, amadas estrellas. Y hace poco me dijeron que mi muerte estaba cerca. Por eso quiero decirles que si esto sucede, moriré feliz.” El enano mira a su reina y sin dudar le ata una soga de seda roja al cuello y dice llorando: “Usted es la única culpable de este dolor porque me abandonó por el rey. Sólo su muerte me devolverá la felicidad.” La reina lleva su mano al corazón y dice “¡Que nada sufras, entonces, por matarme!”. El enano besa las mejillas de su reina mientras aprieta la soga sobre su cuello blanco. La reina muere. Y el enano, con sus dos manos, la hunde en lo más profundo del mar. Su corazón se incendia de deseo y entiende, como si un rayo lo atravesara, que su pie no volverá a pisar tierra nunca más. Su cuerpo navegará hasta el fin de sus días sobre el cuerpo disuelto de su reina.

Fragmento de Los Mansos




















Der Zwerg
Im trüben Licht verschwinden schon die Berge,
Es schwebt das Schiff auf glatten Meereswogen,
Worauf die Königin mit ihrem Zwerge.

Sie schaut empor zum hochgewölbten Bogen,
Hinauf zur lichtdurchwirkten blauen Ferne;
Die mit der Milch des Himmels blau durchzogen.

"Nie, nie habt ihr mir gelogen noch, ihr Sterne,"
So ruft sie aus, "bald werd' ich nun entschwinden,
Ihr sagt es mir, doch sterb' ich wahrlich gerne."

Da tritt der Zwerg zur Königin, mag binden
Um ihren Hals die Schnur von roter Seide,
Und weint, als wollt' er schnell vor Gram erblinden.

Er spricht: "Du selbst bist schuld an diesem Leide
Weil um den König du mich hast verlassen,
Jetzt weckt dein Sterben einzig mir noch Freude.

"Zwar werd' ich ewiglich mich selber haßen,
Der dir mit dieser Hand den Tod gegeben,
Doch mußt zum frühen Grab du nun erblassen."

Sie legt die Hand aufs Herz voll jungem Leben,
Und aus dem Aug' die schweren Tränen rinnen,
Das sie zum Himmel betend will erheben.

"Mögst du nicht Schmerz durch meinen Tod gewinnen!"
Sie sagt's; da küßt der Zwerg die bleichen Wangen,
D'rauf alsobald vergehen ihr die Sinnen.

Der Zwerg schaut an die Frau, von Tod befangen,
Er senkt sie tief ins Meer mit eig'nen Händen,
Ihm brennt nach ihr das Herz so voll Verlangen,
An keiner Küste wird er je mehr landen.

Un bosque / Emboscarse

Un lugar al que desearían escapar Nastasia y Rogojin. Un lugar que se parece bastante al paisaje de infancia de Myshkin.


La doctrina del bosque es antiquísima, es tan antigua como la historia humana. Incluso es más antigua que ésta. Se encuentra ya en esos venerables documentos que, en parte, no hemos sabido descifrar hasta nuestros días. Esa doctrina constituye el gran tema de los cuentos, de las leyendas, de los textos sagrados, de los misterios. Podemos asignar el cuento a la Edad de Piedra; el mito, a la Edad de Bronce; la historia, a la Edad de Hierro; pues bien, con tal de que nuestros ojos estén abiertos tropezaremos en todas partes con la doctrina del bosque.

(...)

En lo que se refiere al lugar, bosque lo hay en todas partes. Hay bosque en los despoblados y
hay bosque en las ciudades; en éstas el emboscado vive escondido o lleva puesta la máscara de una profesión. Hay bosque en el desierto y hay bosque en las espesuras, en el maquis. Hay bosque en la patria lo mismo que lo hay en cualquier otro sitio donde resulte posible oponer resistencia.

(...)

La resistencia del emboscado es absoluta; el emboscado desconoce el neutralismo, desconoce la clemencia, desconoce el encarcelamiento en fortalezas. El emboscado no aguarda que el enemigo admita argumentos y, mucho menos, que se comporte con caballerosidad. También sabe el emboscado que, en lo que a él respecta, no está abolida la pena de muerte. El emboscado conoce una soledad nueva, la soledad que trae consigo ante todo la maldad acrecentada hasta extremos satánicos - conoce la vinculación de esa maldad con la ciencia y con las máquinas, una vinculación que introduce en la historia no, ciertamente, un elemento nuevo, pero sí unos fenómenos nuevos.

Ernst Jünger / La emboscadura

Epilépticos famosos

Una selección más que generosa de los idiotas más célebres. Aquí.

Censo de personajes

Si quieren hacer un repaso por los personajes de El idiota pueden entrar aqui.
Nosotros sólo nos quedamos con tres: Myshkin, Rogojin y Nastasia.

Natalia Bogdanova

El Sacrificio


Afiche polaco.

Nostalghia

Hay más de un motivo para la inclusión de este afiche:
1.- Tarkovsky siempre quiso filmar El Idiota
2.- en Nostalghia se cuenta la historia de un hombre exilado que busca desesperadamente reencontrarse con su patria o con su infancia
3.- en la misma película ese personaje atraviesa una pileta llevando la frágil luz de una vela de un extremo al otro.

Y ya son tres.

Sepultura(s) de Cristo(s)

Lorenzetti


Duccio


Van der Weyden


Tiziano


Martini


Manet


Carpaccio


Rubens


Tiziano


Caravaggio


Rembrandt


Rafael


gracias a luciano suardi por el hallazgo de olga's gallery en la net.

Fra Angelico

Sepultura

El cristo de Andrei Rublev


Esta imagen de Cristo es obra de Andrei Rublev (el pintor de íconos cuya vida llevó al cine Andrei Tarkovski). La imagen está despintada y hay restos de humedad en ella. El tiempo parece haberse devorado a Cristo.

Se cuenta, se dice que los íconos poseen el misterio de la oración. Los santos lo pintan en estado de gracia, en oración permanente, en ese estado el icono conoce la luz y en él queda impreso el misterio de la creación, el sentido profundo de la oración, en el icono descansan las verdades del santo, el dolor y la misericordia, la desazón del tiempo, el sentido profundo de la creación, el espacio que la creación dedicó a la existencia de aquel objeto perdura en el interior del objeto: si uno observa con sencillez de espíritu, el corazón alegre y fe en el mirar descubrirá el misterio tras la obra.

El ojo, demasiado acostumbrado a las apariencias del mundo, no puede ver lo que encierra el objeto que ahora tiene frente a sus ojos, la mirada se posa sobre el sentido y no sobre el silencio.

5.7.05

El idiota se escribe lejos de Rusia

Cerca del Palacio Pitti en Florencia hay una casa, y en la puerta de esa casa hay una placa, en esa placa hay una leyenda que dice: “En este solar entre agosto de 1868 y agosto de 1869 Fedor Mijailovich Dostoyevski terminó de escribir su novela El idiota”.
Es raro pensar en el más ruso de los escritores, escribiendo la más rusa de las novelas en una ciudad tan lejana a Rusia como Florencia.

Sobre los nombres de los personajes

NASTASIA FILIPOVNA BARASHKOV
Nastasia viene del griego anastasis que significa resurrección.

LEV NIKOLAIEVITCH MYSHKIN
Lev es león, en ruso y mysh es ratón.

PARFION SEMIONOVITCH ROGOJIN
Parfion significa virginal: ¿paradojas de Fedor?

Sobre el CRISTO MUERTO de Hans Holbein

Nadie puede pensar en su resurrección. Es el cadáver de un hombre que padeció torturas infinitas antes de ser crucificado; es el cadáver de un hombre que ha sido martirizado por los guardias y martirizado por la multitud cuando iba cargado con la cruz; el cadáver de un hombre que - bajo el peso de esa misma cruz - cayó a tierra y sufrió el suplicio de la cruz por seis horas. La imagen del cuadro es la de un hombre recién descendido de la cruz: aún conserva mucha vida, mucha tibieza; no tuvo tiempo de ponerse rígido, es por eso que en su cara todavía se trasluce el sufrimiento, como si todavía pudiera sentirlo…
Cuando miramos este cadáver atormentado y nos preguntamos si así lo vieron sus discípulos, sus apóstoles futuros; si lo vieron así las mujeres que lo seguían y que estaban al pie de la cruz; si lo vieron así todos los que creían en Él y lo adoraban, ¿cómo pudieron creer, viendo ese cadáver, que aquel despojo iba a resucitar? Así entendemos lo terrible y poderosas que son las leyes de la muerte y la Naturaleza. ¿Cómo poder dominarlas, cuando no logró hacerlo Aquel que venció en su vida a la Naturaleza, aquel que gritó: “¡Levántate, Lázaro!” Y Lázaro se levantó.
La Naturaleza aparece, al mirar ese cuadro, como una fiera enorme, inexorable y muda, una inmensa máquina de destrucción que - sin siquiera pensarlo - capturó, destrozó y se tragó a aquel Ser enorme e inapreciable. Por eso todos aquellos que vieron aquel cuerpo debieron sentir una pena y un desaliento atroces aquella noche al ver defraudadas de una vez y para siempre todas sus ilusiones y casi toda su fe. Debieron separarse con un miedo espantoso. Y si el mismo Maestro hubiera podido ver su imagen la víspera misma del suplicio, ¿habría subido a la cruz?

2.7.05

Otros más que leen

Gonzalo Martínez y Martín Tufro.

Todos leemos

Stella Galazzi, Jorge Pastorino, Nahuel, yo, Luciano y Oria Puppo (de espaldas).

Ars poetica

Escribir una obra de teatro desde el yo presupone un trabajo imposible. Como si el decir de cada uno de estos personajes fuera prolongación consciente de mi propio pensar y accionar. Yo escribo ahora como lo hacía Fedor Dostoyevski: poniendo la propia vida como novela. El narrador omnisciente es un invento perverso para no decir lo propio. El teatro es un espacio de evasión para no enfrentarse con uno al escribir. Yo soy ahora entonces siempre yo y desde el yo anulo la ficción y la creo de esta manera: vampirizando la experiencia de la novela El idiota y permitiéndome el desvío y la traición.

La mirada de Myshkin

Así mira Myshkin.

Lamento della ninfa / Monteverdi



“Amor, ¿dónde está la fidelidad
que juró el traidor?
Amor”, decía,
mirando al cielo e inmóvil.

“Haz que vuelva mi amor
tal y como era antes.
O bien mátame
para que ya no me atormente más.

No quiero que los suspiros
se me escapen ya más,
no, no, no quiero que los tormentos
delaten mi amor.

Porque yo no me abraso por él
y él loco de orgullo
por más que de él me aleje
me seguirá persiguiendo.

Si su mirada es más serena
de lo que es la mía
es porque no encierra en su seno,
Amor, ¡una fe tan bella!

Nunca besos tan dulces
de esa boca tendré
ni los más tiernos –“ Ah, calla,
calla, que sabe demasiado.

(Desgraciada, ah más no, no
no puedo soportar tanta frialdad.)

Nastasia

Cuando nací la nena se había muerto. Y yo nací porque ella se murió. La nena era hija de mis padres. La primera. Murió agarradita de los fierros de los médicos. Fórceps. La cabecita aplastada y el cuerpito menudito, menudito. La enterraron en el jardín: cerca del rosal. El cuerpito de la nena hizo crecer el rosal. Tenía forma de fórceps el rosal.
Pausa.

El hombre que amé se fue abriéndose la cabeza de un tiro: manchó los libros con su sangre. Me despedí para siempre del amor cuando aquel tiro estalló en la cavidad de su boca. La boca que yo besé. El hombre que amé se llamaba León.
Pausa.
Cuando supe del amor, el destino me dio la furia y la sangre de León. Fui mansa. Hasta aquel beso que reventó en mi boca.
Pausa.
Muerte y más muerte.
Pausa.
Muerte y más muerte.
Pausa.
No entiendo.
Pausa.
Muerte y más muerte.
Pausa.
Las de otros.
No la mía.
Pausa.
Mi historia es un cuchillo.

Silencio largo.

Myshkin

Mi casa es enorme como los ojos de mis ratas. Llevo el plano acá.
Saca el plano. Lo despliega. Lo exhibe.

Siempre. El plano de mi casa. La que perdí. Tengo miedo de perderme otra vez. Mi mamá se aferra a las paredes de la casa y duerme tranquila el sueño de los mansos. La llevaron bien alto en una camilla llena de flores. El cuerpo blanco. La pusieron sobre la mesa del comedor. La camilla marrón sobre la mesa marrón. La encontraron en el río. Su pelo negro se había enganchado en unas ramas de la orilla. Llevaba abrazado un icono. Cristo entre sus brazos. Estaba blanca, como los zapatos y el vestido. Una herida de barro lamía su pecho. Antes de abrazar a Cristo se hundió un cuchillo en el pecho.

Silencio largo.

Rogojin

Nastasia crece cuando callo. Estoy alerta porque se desprende de todos los techos: es una araña: es el sabor de Dios. Ella habita mis palabras, anima mis actos: creo ser yo y es ella la que dice “yo”. Ella me arrastró a ver en mí lo que no soy. Ella creyó en mí para que yo deje de creer. Ella me hizo libre para hundirme en el infierno. Ella me convenció de aquello en lo que no creo.
Pausa.
Pero el idiota me salvó.
Pausa.
El idiota me unió a mí una vez más.
Pausa.
Mi mano es un cuchillo y es un cuchillo mi cuerpo.
Pausa.
El idiota es la llave. Es la puerta y el paisaje: el mundo es bello otra vez.
Pausa.
El idiota, entonces, es el cuchillo.

Myshkin lee


Detras suyo las paredes parecen arrojar aureolas o manchas que recuerdan las aureolas o las manchas de su casa perdida. Myshkin busca su casa y en cada espacio parece reconocerla. Pero el tiempo se acorta y no tiene demasiadas esperanzas. Rogojin y Nastasia serán su salvación. Ambos podrán guiarlo hasta el paisaje perdido de su infancia.

Acerca de Los Mansos


LOS MANSOS es un espectáculo que da cuenta de ciertos procedimientos narrativos presentes en la obra de Fedor Dostoyevski: la polifonía, el doble, la autobiografía como cantera para la producción de ficción. Estos y otros motores son los que ponen en funcionamiento el mecanismo teatral de LOS MANSOS.

Cuando en un escenario alguien dice “yo” se está nombrando a sí mismo, de esta forma se constituye en sujeto e inmediatamente un discurso toma forma.
¿Pero qué es este “yo”?
Dostoyevski trabajó en la construcción de varios “yos”: su preocupación era “el otro”; en sus novelas él encarnó ideas en los cuerpos: todos estos cuerpos se autodenominaron “yo”.

Una de las ideas de LOS MANSOS es penetrar este concepto para entender cuáles son los límites del “yo” en el teatro. ¿Qué se dice cuando se dice yo? ¿Qué construye ese yo cuando se enuncia en escena? ¿Cuáles son los límites de ese yo?

Si a estos interrogantes, le sumamos la autobiografía como el espacio de producción de ficción, tendremos frente a nosotros el material que conforma el núcleo de LOS MANSOS.

Rodeando este núcleo se encuentra una historia: la de Myshkin, Rogojin y Nastasia. Estos tres personajes pertenecen al universo de Dostoyevski, forman parte de su novela El idiota. Y es de esta novela de la que se sirve LOS MANSOS para el armado narrativo del espectáculo. No se trata aquí de una improbable adaptación de la obra de Dostoyevski sino del uso de ciertas zonas narrativas de la novela para encauzar el relato dramático. En LOS MANSOS lo que cuenta es la historia de estos tres personajes sobre la trama de la propia biografía: nos valemos de la zozobra emocional de Rogojin, el hieratismo de Myshkin o los saltos al vacío de Nastasia para poder hablar de nosotros.

La historia de mi familia forma parte del entramado de este espectáculo. Y la biografía (propia y de los actores) son el hilo invisible que une las cuentas del collar. Así, entonces, LOS MANSOS.

Toshka toshka sapi taia...

... es el nombre de un juego que Myshkin, Rogojin y Nastasia saben jugar. Es el cumpleaños de Myshkin (Nahuel, el que esta adelante en la foto). Ellos saben festejarlo de esta manera. Myshkin acaba de recibir los regalos: Nastasia le regalo un ejemplar de Madame Bovary de Flaubert y unos metros de una cinta de seda roja. Todavia no sabemos el destino de esos regalos: pero seguro tendrán alguno.

Un abrazo

Rogojin abraza a Myshkin.
El idiota acaba de concertar el plan.




Todas las fotos de este blog pertenecen a Ernesto Donegana.