7.8.05

Dostoyevski x Papini

En el JUICIO FINAL todos los humanos, sin engaño, confesaremos ante Dios cómo han sido nuestras vidas, convirtiéndonos, por manifiesta verdad, en nuestros propios jueces, y aceptando el premio o el castigo merecido. En este caso, Papini hace aparecer a Dostoyevski, que confiesa la verdad de su vida.

Ahora que veo libremente, a una distancia tan grande del tiempo, mi vida y mi alma, me estremezco por mis tinieblas y me reanimo con mi luz.
No creo que hombre alguno fuera más combatido que yo por fuerzas extremas opuestas. Mi alma fue el oscuro campo de batalla entre un opidario de demo-nios prisioneros y un escuadrón de ángeles mutilados.
Parecía que dentro de mi espíritu se debatiera una paloma angélica contra las insidias de una víbora nunca victoriosa y nunca vencida.
Habitaban en mi un criminal y un santo: un criminal mal domado y un santo fallido. Cuando reflexiono y medito mis pecados - ignoro si reales o imaginarios - me horrorizo.
Fui parricida, violador y asesino, adúltero, jugador, cruel. La perversión me atraía irresistiblemente, como el puerco es atraído por el lodo y el perro por el vómito. A veces al pensamiento seguía el acto; mas a menudo la voluntad nefanda se apagó en el impudor de las palabras y en las obras de mi fantasía. La literatura me salvó. Si yo no hubiera sido escritor habría sido uno de los viles delincuentes de mi tiempo y la pena de muerte, que en el último instante se alejó milagrosamente de mí, habría sido la conclusión natural de mi gesta.
Volqué en los personajes de mi imaginación la turbia espuma de mi maldad, las obsesiones de mis deseos homicidas, la regurgitación de mi lascivia, el delirio de mi orgullo reprimido, las heces de mi bajeza y de mi hipocresía. No pude liberarme enteramente del limo interior que me sofocaba, pero me salvé de lo peor. Porque junto a ese cúmulo de males existía por momentos en mí, todavía más fuerte, una sed de amor perfecto e infinito, un apetito superpotente de bondad, de afecto, de renunciación, de humildad, de humillación. Si esos momentos hubieran durado y se hubieran convertido en la substancia cotidiana de mi naturaleza, si hubieran sido seguidos por actos reales, por hechos visibles, yo habría podido ser el santo de mi siglo. Pero la misma literatura que me salvó del delito fue el obstáculo de mi santidad Mis libros me sacaron del infierno, pero también fueron el peso que me detuvo en el camino del paraíso. Desgarrado y dividido por esos terribles extremos no pude ser sino un infeliz enfermo y un artista afortunado.
Mi corazón triturado y pisoteado por esos conflictos sin reposo no podía descansar en la quietud de la mediocridad. A ciertas horas yo aspiraba solamente al dolor, al sufrimiento más agudo, a las humillaciones más inhumanas, a la exasperada voluptuosidad del martirio. Habría querido ser hollado, insultado, precipitado en el estercolero de Job, en la cueva del leproso, en el precipicio de todas las caídas humanas, y habría querido asumir todas las penas de los hombres, todas las tribulaciones de los inocentes y las fiebres quemantes de los perseguidos y los supliciados.
En otros momentos, en cambio, mi alma se perdía en el éxtasis de una beatitud increíble e imposible, en el arrobamiento de una reconciliación universal, en la visión de una perpetua edad de oro, de un mar de zafiro donde florecían las islas de esmeraldas pobladas por criaturas jóvenes, bellas, eternamente felices. Atenaceado y herido por los golpes de estos irreconciliables extremos sólo pude ser, toda mi vida, un mísero pordiosero vergonzoso y altivo. Pedí al arte un poco de reposo, a los hombres un poco de afecto, a los demonios un poco de tregua, a la patria un poco de gloria, a los amigos un poco de pan, a Dios un poco de piedad. Aquí también soy un mendigo que solicita caridad, pero sólo la espera de Aquel que, como yo, conoció la Transfiguración y la Flagelación.

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