25.7.06

Diego Manso habló de Los Mansos

Querido Alejandro:

Sabrás disculpar tanta dilación. El año pasado (tengo para mí que la semana después del estreno porque recuerdo que estábamos con L. en los prolegómenos de "Quiero estar sola") empecé a escribir un texto como este para contarte algunas de las cosas que pensé luego de asistir a Los Mansos. Digo empecé porque nunca terminé y aquel texto acabó perdiéndose en esa suerte de ratonera que es la memoria de mi computadora. Tanta dilación, digo.

Viene a cuento una escena que acabo de presenciar y que transcurrió durante escasos cuarenta segundos en un quiosco de mi barrio. Una niña le reclama a su abuelo que le compre "las viboritas que se estiran" y consigue guardarlas como si se trataran de moneda fiduciaria en el bolsito a cuadrillé que usa para transportar las cuatro o cinco porquerías que le piden en el jardín de infantes. Tengo conmigo las "viboritas que se estiran". Vienen en un sobre de plástico, son de goma y comestibles. Cuestan ochenta centavos y encierran en sí mismas una sarta de especulaciones. Será esta época que me toca vivir, donde cualquier chisme se me vuelve una magdalena. O será que tales viboritas son de veras son una golosina metafísica y estamos ante serios problemas. Se venden en los quioscos a la vista de todo el mundo y las consume gente con alta probabilidad de trauma. ¡Se estiran! Y tanto que en seguida pienso en el tiempo, en las horas muertas y en la infinidad de prórrogas que quedan por venir. Tanto se estiran y tan tarde acaban partiéndose al medio (justo al medio, hice la prueba varias veces) que me da por pensar que contienen todo el mundo de la metáfora: "las perlas del rocío". Todas las lágrimas del mundo. La medida exacta de lo que queda por llorar. De aquí hasta que el amor nos parta al medio. Justo al medio, también hice la prueba.

Todo esto para nombrar mi sospecha de que sólo importa hablar de tópicos manidos. La originalidad quizás exista sólo en el primer manoseo. La palabra –unita y cualquiera- mencionada más bien peregrinamente y luego repetida hasta el empalago. Las cosas usadas incapaces de admitir estadía en trasteros o compraventas. Esas que de tanto usar siempre quisiéramos a mano, como un silencio precisa de la intimidad con otro silencio.

Por eso nos parecen tan lindos los corazones viejos. Encorchados allí donde es factible se escurran los humores de la pena. Esos corazones que manifiestan reflejos condicionados frente a cualquier aserto (el más vanal incluso), desconfiados por alguna inminencia de engaño. "Es que me han mentido tanto en la vida." ¿A quién no? Sin embargo, nos parecen lindos esos corazones viejos que reivindican la potestad del sufrimiento y nos deportan a este territorio de los tópicos manidos donde las horas se estiran como si fuesen de goma y donde existen las canciones ñoñas o caducas que nos proveen la inmensa felicidad del playback frente al espejo.

Alejandro,
este sábado he vuelto a ver Los Mansos . Sabrás disculparme, a lo mejor entendí todo mal. Suele pasarme en días con sobredosis de salbutamol y antigripales. Los que escribimos no solemos pensar en voz alta. Mucho menos, decir todo aquello que pensamos y que sin dudas escribiríamos si tuviésemos la posibilidad de manejarnos así por la vida. Hablar es una lucha sin cuartel contra la palabra torpe. Mucho más, para los criados en el complejo decimonónico del comedimiento. Lo cierto es que tras tu obra acontece algo que la excede. Diría que se desborda más allá de su duración. Se torna persistente. Como si no pudiera contenerse en sí misma y necesitara encarnarse en la cartografía del mundo real. Desesperadamente. Así como los corazones viejos que son capaces de clausurar adolescencias en bibliotecas de provincia o llorar en los recodos de una ausencia. Algo de la terrible y remanyada sabiduría del dolor. Y la certeza de saberse deudor y merecedor de todas las tradiciones, como gustaba referir el más notorio de los checatos. En fin. Algo de esa sabiduría.

No quiero agobiar.

La vi a Sancerni radiante. ¿Qué catálogo de lágrimas consulta esa chica? Que no la perdamos en manos de productorcillos ansiosos por carne luminosa. Es tan extraño escucharla, mirarla hacer. Tan extraña como una de esas visiones que en el pasado la gente creía encontrar al fondo de los aljibes. Eso. Una visión encerrada en la profundidad.

Y Luciano. En fin. Se lo quiere. Incluso en ese gesto tiernamente demoníaco, aferrada una mano a la parecita, luego de usar el cuchillo. Dice: "acá". Nadie más así. Nunca más. Nadie. "Acá."

Los árboles y las personas. Sí. En el Rosedal hay gente que se dedica a abrazarse a los troncos de los árboles. Se quedan ahí, minutos enternos. "Sentilo", te dicen. Y uno no puede dejar de pensar que son estúpidos, que no se siente nada más que humedad, nada más que nudos y grumos. Pero quién sabe. Tal vez exista una historia que me pierda y necesite un árbol plegable como el tuyo para mi habitación. No siempre hay personas a mano y los árboles abundan.

A lo mejor se trate de eso. Abrazar a las personas como si fuesen árboles. Como si fuesen capaces de sobrevivirnos. Como si pudiesen transfundirnos una historia.

A lo mejor se trate de eso.

Abrazarnos para absorbernos el dolor.

Te abrazo
Dé.

1 comentario:

Anónimo dijo...

cuando dentro de un tiempito (exactamente) alguien diga que el chico Manso es el John Berger argentino, acuerdense que yo lo dije primero. y no se me antoja salvar ninguna distancia. desde lejos de presiente.